Puede que no exista ninguna otra obra realizada por el hombre que inspire tantas y tan variadas emociones como los faros. Soledad, protección, calma y a la vez agitación, melancolía, nostalgia, admiración y, sobre todo, la percepción de una arquitectura que, aunque sigue teniendo una función práctica, da la sensación de ser ya algo del pasado, donde estas torres iluminadas y palpitantes eran el único cordón umbilical entre la tierra y los marinos que recorrían sus peligrosas costas.
Quizás por eso no los veamos como una simple y fría construcción de piedra, sino más bien como algo vivo y humano que ha protegido durante siglos a marineros y pescadores de los violentos cambios de humor del mar.
Estas vetustas estructuras de piedra son también la imagen de una integración amable y sostenible, casi en armonía con esa naturaleza que los rodea resistiéndose a ser domesticada.
Por todos estos motivos, los faros son una parte más de un paisaje que muchas veces es sobrecogedor, pues a menudo se levantan en lugares auténticamente salvajes, de una belleza impre